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Salía el otro día a colación, en una de esas conversaciones telemáticas a que nos obliga el recogimiento forzado por la pandemia, el celebérrimo discurso de Steve Jobs en la Universidad de Stanford. Y el paseante recordó especialmente la parte que habla de unir los distintos puntos y cómo el curso de caligrafía al que asistió cuando decidió abandonar los estudios universitarios –sin albergar la menor esperanza de que aquello le fuera a resultar de aplicación práctica en la vida− se convirtió en la base de que hoy los ordenadores tengan distintos tipos de tipografías.

Y como es cierto que la vida debe vivirse hacia delante, pero solo puede ser comprendida mirando hacia atrás, según aseguraba Kierkegaard, el paseante se acordó también al hilo de ello de unas lecciones de introducción a la paleografía a las que asistió en su momento por mero gusto, sin buscar otra utilidad que aprender un poco sobre ella. Una disciplina para la que no resulta suficiente la definición que encontramos de ella en el diccionario atendiendo a su propia etimología: «ciencia de la escritura y de los signos y documentos antiguos». Porque hoy la paleografía ha evolucionado desde un concepto de «paleografía de lectura» de textos antiguos –ampliándose además hasta el mismo siglo xix la extensión de este sentido, que anteriormente llegaba solo hasta la Edad Media− al de «paleografía de análisis», por lo que podemos definirla más exactamente como la ciencia que estudia la historia social de la historia escrita.

Ni que decir tiene que todo campo al que se asoma el paseante inspira en él un interés por sus palabras propias, por lo que en esa ocasión no tardó en tener en su estantería el libro Vocabulario científico-técnico de paleografía, diplomática y ciencias afines, obra del padre Ángel Riesco terrero, uno de los mayores exponentes en España del tema que hoy inspira nuestro paseo.

Pasearemos hoy por cinco términos encontrados entre las páginas de este diccionario que en su propio título deja ya clara la estrecha relación que la paleografía mantiene con otras disciplinas como, además de la susomentada diplomática, la historia, la archivística, la codicología, la sigilografía, la heráldica…, mientras echamos nuestro particular cuarto a espadas por una ciencia de la que apenas quedan en España unas decenas de profesores y sin la cual resultaría imposible esa comprensión de la vida a la que se refería el filósofo danés.

viril.- No se trata aquí del término que hace referencia a lo relativo o perteneciente al varón, sino de otro, homógrafo, que da nombre a la caja de cristal con cerquillo de oro, plata, platino u otro metal precioso, o simplemente dorado, destinada a albergar la hostia consagrada para su adoración y que se coloca en la custodia para la exposición del Santísimo. También puede contener reliquias, en cuyo caso se coloca en un relicario.

Se llama también así a un vidrio muy claro y transparente que se pone delante de algunas cosas para preservarlas, permitiendo que puedan ser vistas.

Por extensión se denominó de esta manera a una vidriera colocada en las ventanas o luces de un edificio.

Asimismo, se utilizó metafóricamente para referirse a los ojos, como podemos leer en autores del Siglo de Oro, Góngora y Calderón de la Barca entre ellos.

Según Corominas deriva del antiguo beril ‘berilo’ –forma con la que el nombre de este mineral figuró en el diccionario académico hasta 1922−, por comparación con lo translúcido de esta piedra preciosa. El DLE atribuye actualmente su origen al bajo latín virile, del griego bizantino bryllos ‘berilo’.

Relacionadas con ella encontramos las palabras lúnula –del latín lunŭla, diminutivo de luna ‘Luna’−, en su acepción de soporte para el viril de la custodia, y ostensorio –del también latín ostensus, participio pasado de ostendĕre ‘mostrar’− en su significado de parte superior de la custodia, donde se coloca el viril.

ulfilana.- Adjetivo que se aplica a una letra, un alfabeto –en masculino entonces− o una escritura del antiguo gótico, la lengua germánica oriental que hablaban los godos.

Su creación, desarrollo y divulgación se atribuye al padre espiritual de este pueblo, el obispo arriano Ulfilas (c. 311-383) o Wulfilas –de ahí que también se encuentre en ocasiones la forma wulfilana, no recogida en el diccionario académico−, de quien tomó el nombre.

Hombre culto y de buena formación, además de su lengua nativa dominaba el latín y el griego, lo que se refleja en este tipo de escritura híbrida, integrada principalmente por caracteres y signos numéricos, tanto de una como de otra lengua, y alguno rúnico.

En España la mayoría de los libros manuscritos en letra ulfilana desaparecieron –muchos fueron quemados− durante la dominación visigoda en tiempos de Recaredo y solo quedan muestras de ella en inscripciones lapidarias, documentarias o en algunas monedas.

Como ya ha quedado dicho, el también llamado apóstol de los godos era arriano, es decir, partidario del arrianismo –voz que cuenta con su propia entrada en el DLE desde la edición de 1817−, doctrina que rechazaba que Cristo participara de la misma naturaleza que Dios, por lo que negaba su divinidad. El nombre deriva de Arrio, sacerdote heresiarca norteafricano que vivió a caballo entre los siglos iii y iv, quien fue el principal propagador de esta concepción.

poridad.- Si nos paseamos por la última edición del Diccionario de la lengua española veremos que esta voz remite a puridad, sin especificar que no se refiere a la primera acepción de esta –la cualidad de lo puro−, sino a las dos siguientes, hoy en desuso: «cosa que se tiene reservada u oculta» o «reserva, sigilo».

Ambos términos comparten su origen: el latín purĭtas, -ātis.

Más claro quedaba su significado ya en el Diccionario de autoridades (1737): «lo mismo que secreto», sentido que expone también el Diccionario del español jurídico (2016), que señala además su carácter de desusado en nuestros días.

En lo que a la paleografía se refiere –el hilo conductor de nuestro paseo de hoy, al fin y al cabo− en esta última obra encontramos la Cancillería de la Poridad, un órgano, en la Corona de Castilla, de expedición y guarda de documentos que por su materia o personas implicadas requerían de un especial sigilo en su expedición, sello y custodia. Documentos públicos pero reservados o secretos en cuanto a la naturaleza o contenido que, a juicio del monarca, debían tramitarse y resolverse sin necesidad de recurrir a la cancillería general.

A su frente se encontraba el canciller del sello de la poridad −«de la puridad» dice el DLE−. Persona allegada al rey en cuanto a su fidelidad y confianza, este puesto fue suprimido en 1496, pasando el sello a las secretarías de los consejos y posteriormente al ministerio correspondiente que lleva los asuntos de gracia y justicia.

alcabala.- Tributo que se pagaba al fisco consistente en un porcentaje del precio de las cosas objeto de compraventa, contrato en el que era satisfecho por el vendedor, o permuta, en cuyo caso era abonado por ambos contratantes.

Del árabe andalusí alqabála, según la Academia. Corominas propone qâbala ‘adjudicación de una tierra mediante pago de un tributo’, ‘contribución’, de la raíz q-b-l ‘recibir’, ‘alquilar una tierra’. De ahí surge también el italiano gabella, de donde el castellano gabela ‘tributo, impuesto, contribución que se paga al Estado’.

El diccionario académico recoge además la alcabala del viento –o ramo de viento− un tributo que pagaba el forastero por los géneros que vendía, pero no la alcabala del mar, que era un impuesto indirecto sobre transacciones comerciales que se pagaba en las aduanas y afectaba a las transacciones de artículos extranjeros; la alcabala del diezmo, impuesto indirecto que gravaba el diezmo eclesiástico. Su porcentaje varió según la época, oscilando entre el 5 y el 10 %; ni, en fin, la alcabala de Indias, impuesto indirecto sobre las transacciones que se fue imponiendo progresivamente en los territorios americanos, generalizándose desde la segunda mitad del siglo xvi.

De esta voz deriva alcabalatorio, adjetivo que podía aplicarse a un libro que recopilaba las leyes y ordenanzas concernientes al modo de repartir y cobrar las alcabalas; a una lista o un padrón que servía para el repartimiento de las alcabalas; o al territorio que dependía de un alcabalero, que era a su vez el administrador o cobrador de estas.

 lábaro.- Comenzó siendo un estandarte que usaban emperadores romanos cuando salían de campaña. Lujosamente ornamentado –llevaba incluso piedras preciosas−, precedía al emperador y consistía en una lanza con un palo atravesado en lo alto de ella, del que pendía un trozo de rica tela de púrpura, bordada de oro y guarnecida por una franja, con un águila pintada o también bordada de oro en su centro, el nombre del emperador y el de alguna empresa suya.

Más tarde el emperador Constantino ordenó sustituir el epígrafe, poniendo en medio de él una cruz con el alfa y la omega de los griegos y por timbre, en lo alto del asta, el nombre de Cristo cifrado en las dos letras dos primeras letras de su nombre en ese idioma: ji y ro. De ahí que hoy conozcamos como lábaro el monograma formado por la cruz y esas letras.Posteriormente, por extensión, también se llamó así a la cruz sin el monograma.

Voz documentada por vez primera en nuestra lengua hacia 1600, procede del latín tardío labărum.

Una leyenda, que cabe calificar cuando menos de pintoresca y a la que no resultó ajeno el jesuita Manuel de Larramendi (1690-1766), impulsor de la lengua y la cultura vascas durante la época de la Ilustración, propugna que Constantino, la víspera de la trascendental batalla de Puente Milvio, reconoció en el lauburu del estandarte de una cohorte vascona el signo que se le había aparecido poco antes en el cielo con la leyenda in hoc signo vinces ‘con este signo vencerás’. Así, habría ordenado elaborar estandartes con esa figura para todas sus cohortes y desde entonces estandarte se habría dicho en latín labarum.

 

El dicho de hoy

«Verba volant, scripta manent».

«Las palabras vuelan, los escritos permanecen».

 

El reto de la semana

¿Qué adjetivo, que hace referencia en realidad a un autor que escribe juicios sobre el comportamiento humano, podría hacernos pensar, al verlo escrito, en el Moncayo de Bécquer o en un reloj de sol?

(La respuesta, como siempre, en la página ‘Los retos’)